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[1276] • JUAN PABLO II (1978-2005) • GRAVE, DOLOROSA Y COMPLEJA SITUACIÓN DE LAS FAMILIAS DE EMIGRANTES

Mensaje La celebrazione, en el Día Mundial de la Emigración, 15 agosto 1986

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1. La celebración anual del Día Mundial del Migrante, al hacernos reflexionar, una vez más, sobre la condición de miles de hermanos emigrantes y sobre sus problemas, a menudo graves y dolorosos, nos lleva a considerar de manera especial a las familias implicadas en la emigración. Se trata de situaciones complejas y difíciles de resolver, que surgen en medio de muchos problemas y constituyen casi el punto más vivo, más agudo y a menudo más doloroso del gran fenómeno de la emigración humana. La familia, en efecto, parece ser la estructura más frágil, más vulnerable y la que, de hecho, se halla más afectada por los aspectos duros y negativos de la emigración. Esto se hace evidente si se consideran las condiciones que afligen a las familias que dejan los emigrantes, si se reflexiona acerca de las dificultades con que se enfrentan enteras familias que emigran o se forman en tierra extranjera y, en fin, si se piensa en los no pocos problemas que surgen, para esos núcleos familiares, del encuentro de personas de diferentes culturas, idiomas, religiones y costumbres.

Por todos esos motivos la familia del migrante constituye un fenómeno muy particular que concierne a la Iglesia por el cuidado pastoral que ella debe prestar a todos sus miembros, especialmente a aquellos que se encuentran en situaciones más graves; tanto más que la condición de las familias de los emigrantes se refleja profundamente ya sea en las comunidades eclesiales de origen del emigrante, como –y quizá más aún– en las comunidades de llegada, de instalación y de acogida.

Deseo dedicar este Mensaje anual con motivo del Día del Migrante a los problemas peculiares de la familia emigrada.

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Situación de la familia emigrada

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2. La situación en que llegan a encontrarse los emigrantes es a menudo paradójica. Al estar obligados a tomar decisiones valientes por el bien de la familia que tienen, o que quieren constituir, se ven, de hecho, privados de la posibilidad de lograr sus legítimas aspiraciones.

A la familia, cuya misión consiste en transmitir los valores de la vida y del amor, en la emigración le resulta difícil vivir esa vocación precisamente por el éxodo migratorio que le afecta de distintas maneras.

Junto a la reintegración de la familia siguen sobreviviendo, mejor dicho, se multiplican los sistemas que perpetúan la separación forzosa de los cónyuges. Los trabajadores, no sólo los que son asumidos por una temporada o los que están en una posición irregular, se ven obligados a permanecer, durante largos meses y a veces años, lejos de sus esposas. Por ello éstas deben asumir funciones a las que no están acostumbradas. Los cónyuges, pues, están condenados a una separación que hace aún más traumática la experiencia migratoria. Con frecuencia la emigración implica la separación de padres e hijos y estos últimos entran a formar parte de la sociedad privados de la imagen paterna y educados según los comportamientos de las personas ancianas, no siempre capaces de ayudar a las jóvenes generaciones a proyectarse hacia el futuro.

Pero también en el caso de la familia inmigrada, y reunida después de años de separación, el carácter precario de las autorizaciones para permanecer y para trabajar influye, con frecuencia, en la situación familiar de miles de trabajadores, con la consiguiente incertidumbre respecto a cualquier proyecto que ellos puedan hacer, incluyendo la escolaridad de sus hijos, que por sí misma necesitaría una cierta estabilidad durante un largo período de tiempo.

Por otra parte, el carácter precario del trabajo no es la única condición que hace mella en la estabilidad de las familias de emigrantes. No es raro que haya una discriminación respecto a ellos, que se manifiesta en las condiciones de las viviendas que se les asignan, situadas en sectores que se están desmoronando en las grandes metrópolis; o en no aceptar su participación a nivel socio-político; o en marginar a la mujer emigrada. La aceptación de trabajos pesados, rechazados por la población autóctona, implica a menudo turnos y horas de trabajo que dificultan un sano y armonioso crecimiento del núcleo familiar.

Todo esto puede llevar a la familia de emigrantes a no abrirse a la sociedad que la recibe y a rechazar responsabilidades que estén fuera de los pequeños intereses privados. Al superar, después de las dificultades iniciales, el problema de la subsistencia, la familia inmigrada puede sentir el impulso de seguir sólo los valores materialistas y consumistas y descuidar las opciones, sin embargo necesarias, de orden cultural y espiritual.

En lo que se refiere a la educación de los hijos, la familia inmigrada se ve, con frecuencia, privada de la posibilidad de transmitir la lengua y la cultura maternas. Los padres emigrados se convierten, de esta manera, en testigos pasivos de una escuela y de una sociedad que imponen a sus hijos modelos y valores no integrados con los valores familiares. Esto produce un conflicto que, a veces, termina con una amarga capitulación por parte de los padres, o con la total separación de los hijos, que han adquirido una cultura distinta, impermeable a los valores de sus padres. Son aún más dramáticas las condiciones de vida de las familias relegadas en los campos de prófugos, donde es imposible forjar planes para el futuro de todos los miembros de la familia, pues se está completamente a la merced de la disponibilidad de los demás.

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Llamada a la responsabilidad

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3. Este rápido examen sobre las condiciones de la familia emigrada, nos lleva a considerar los valores fundamentales, comunes a todos los hombres de buena voluntad; valores que hay que tener presentes en orden a su plena realización y expansión.

Se trata, por ejemplo, de la unión tanto de la pareja como del núcleo familiar, y también de la armonía en la mutua integración de los esposos desde el punto de vista moral, afectivo y de su fecundidad en el amor; armonía que exige el crecimiento ordenado de todos los miembros de la familia, para que se formen personalidades que estén seguras individualmente y comprometidas socialmente, y que, al mismo tiempo, requiere una amplia solidaridad y disponibilidad al sacrificio.

La fe aporta, a este respecto, una luz y una fuerza que exalta profundamente y desarrolla, perfeccionándolos, los valores inherentes a la institución familiar, definida por el Vaticano II “Iglesia doméstica”. Estos valores imponen determinados deberes para quien se ha comprometido a favorecer el bien común con relación a todos los que quieren responder a las profundas exigencias que el Creador ha puesto en el corazón del hombre.

La Iglesia insiste en que, para un Estado de derecho, la tutela de las familias y en especial de aquellas de los emigrantes y de los refugiados afligidas con ulteriores dificultades, constituye un proyecto prioritario e inaplazable. El Estado debe garantizar la paridad de tratamiento legislativo y, por lo tanto, debe tutelar a la familia emigrada y prófuga en todos sus derechos fundamentales, evitando toda forma de discriminación en el campo del trabajo, de la habitación, de la salud, de la educación y de la cultura (cfr. Discurso de Juan Pablo II a los obispos de Calabria en visita “ad limina”, 10 de diciembre de 1981: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de enero de 1982, p. 6).

La enseñanza de la Iglesia llama continuamente a una política que favorezca y otorgue un lugar privilegiado a la reintegración de las familias. Juan XXIII calificó la separación de las familias por motivos de trabajo como una “dolorosa anomalía”, subrayando que “cada cual tiene la obligación de adquirir conciencia de ella y de hacer todo lo que está en su poder para eliminarla” (Mensaje radiofónico con motivo del Año Mundial de los Refugiados, 28 de junio de 1959: AAS 51, 1959, p. 482). Las condiciones de emergencia que llevan a la separación temporánea de los cónyuges no deben transformarse en opciones permanentes, pues, como dije a los trabajadores de Francia en Saint-Denis, el 31 de mayo de 1980, “todo código laboral tiene por objeto propio al hombre, y no solamente la producción y el beneficio” de grupos de interés (cfr. L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de junio de 1980, p. 8).

La categórica admonición divina: “Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”, suena como una implícita condena de una sociedad que concede cierta ventaja económica en perjuicio de los valores morales.

El esfuerzo para superar una tal situación, “objetivamente difícil” (Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 77), debe ser precisamente un esfuerzo de todos: de los gobernantes, de las fuerzas económicas y sociales, y de los mismos emigrantes.

La creación de estructuras de acogida, de información y de formación social, que ayuden a la familia inmigrada a salir de su aislamiento y de la ignorancia del orden jurídico, social, educativo y sanitario del país que recibe, en lo que se refiere al derecho familiar, es otra obligación que incumbe a la sociedad y al Estado.

El país que recibe debe comprometerse también a llevar a cabo una política que fomente todas las expresiones culturales auténticas, locales e inmigradas, presentes en el territorio nacional, pues cada familia tiene derecho a su identidad cultural específica (cfr. Discurso al Cuerpo Diplomático, 15 de enero de 1985: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 23 de enero de 1985, p. 2).

A los hijos de los inmigrados se les debe ofrecer iguales posibilidades de enseñanza para que –con una igual preparación– puedan acceder a los puestos de trabajo en las mismas condiciones que los hijos de la población local.

La política de la vivienda, además, deberá prever una distribución equitativa de casas populares, sin ninguna discriminación.

El negar la posibilidad de cobrar los subsidios familiares a los trabajadores cuyos hijos han permanecido en su patria, constituye una ulterior injusticia grave para con la familia inmigrada.

Son éstos algunos de los retos que la presencia de familias inmigradas y prófugas plantea al país que las recibe. El empeño por conseguir una verdadera igualdad y la voluntad de proteger a los sectores sociales más débiles, a menudo blanco de discriminaciones y de racismo, llevan a la construcción de una sociedad más justa y por lo tanto más humana. Las naciones de origen deben, por su parte, proyectar medidas adecuadas con el fin de que el regreso de las familias emigradas comporte una reintegración fructuosa y que, tanto los padres como los hijos, no vayan a sentirse doblemente discriminados y no se vean obligados a emprender nuevamente el camino del éxodo.

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Para una pastoral familiar

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4. La Iglesia, “sacramento de salvación” para todos los hombres y para todo el hombre, defiende los valores fundamentales de la familia, más allá del modelo cultural en que ésta se halla estructurada, y denuncia los obstáculos que se le oponen, reivindicando la libertad de movimiento y de decisión, así como el derecho primario a la educación que pertenece a la familia misma. Se puede afirmar, al respecto, que, en caso de conflicto entre la sociedad y la familia, por principio, debe prevalecer esta última.

La pastoral deberá, pues, tener bien presentes los valores fundamentales mencionados y promoverlos interviniendo de manera especial.

En el caso –desgraciadamente todavía muy difundido– de que haya división entre los miembros de una misma familia, se deberá, por una parte, aliviar los malestares, sobre todo interesando a la comunidad eclesial para que asuma como propios los problemas que de ellos se derivan; y, por otra, habrá que hacer todo lo posible para superar cualquier situación de tipo provisional.

Habrá que trabajar siempre para que las familias estén enteramente unidas, y para que se reconozcan a la familia del migrante aquellos derechos de que tiene necesidad y que le corresponden con igual dignidad y justicia que a las demás familias locales. familias de emigrantes... deben tener la posibilidad de encontrar siempre en la Iglesia su patria... En cuanto sea posible estén asistidas por sacerdotes de su mismo rito, cultura e idioma” (Exhortación Apostólica Familiaris consortio, n. 77: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 20 de diciembre de 1981, p. 21). La comunidad eclesial en que residen las familias de los inmigrantes ha de estar disponible para atender a sus eventuales necesidades, invitándolas, al mismo tiempo, a participar en la vida de la parroquia. La constitución de nuevas familias es un momento decisivo para el futuro de los jóvenes interesados y para el bienestar de la sociedad civil y eclesial, un problema que, en cierto sentido, se encuentra en el centro de la juventud (cfr. Carta Apostólica con ocasión del Año Internacional de la Juventud, 31 de marzo de 1985, n. 10: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 31 de marzo de 1985, p. 12).

La experiencia de la pastoral de la emigración enseña muy bien, y subraya con fuerza, que a los futuros cónyuges se les debe orientar sobre los diversos obstáculos que influirán en su unión y, especialmente, sobre los elementos positivos que deberán enriquecer tal unión, la cual, para que sea sólida, requiere una fundamental identidad de opiniones y la disponibilidad a una adaptación mutua lo más completa posible. Por lo que se refiere a este punto, es necesario que la pastoral sea clara, objetiva y bien planteada. Debe tener en cuenta que los mayores obstáculos para los que contraen matrimonio están representados por las diferencias de cultura, de educación, de religión, de convicción personal.

El nuevo Código de Derecho Canónico confía a los Pastores de almas la obligación de “procurar que la propia comunidad eclesiástica preste a los fieles asistencia, para que el estado matrimonial se mantenga en el espíritu cristiano y progrese hacia la perfección” (canon 1.063); e indica como puntos vitales de tal asistencia la predicación y la catequesis, la preparación personal de los futuros cónyuges, la fructuosa celebración litúrgica del sagrado rito, el continuo apoyo a los esposos después de la celebración del matrimonio. La observancia de las normas jurídicas y el asiduo cuidado pastoral –del que habla también el Código– asumen una especial importancia en el mundo migratorio, por la variedad de situaciones que éste presenta.

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Matrimonios mixtos

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5. Para unirse en un mismo amor, hay que amar a Dios con igual amor. Hay que tener bien presente este criterio cuando se trata de matrimonios entre creyentes y no creyentes, entre católicos y no bautizados. Si en los países con mayoría de católicos aumenta, hoy, el número de emigrantes que no son cristianos, es de prever que, en el porvenir, los matrimonios mixtos presentarán problemas cada vez más graves, especialmente si el cónyuge católico se ve obligado a vivir en un país cuya cultura no está abierta a la fe cristiana e incluso se opone a ella en la doctrina y en la práctica de la vida diaria, en las leyes y en las costumbres. Los emigrantes, por lo demás, se encuentran más expuestos que otras personas o grupos a hacer opciones que implican relaciones entre distintas culturas y diversos credos.

La catequesis apropiada para los contrayentes de religión mixta no se limitará, por consiguiente, a algunas instrucciones antes del matrimonio, sino que deberá estar dirigida a la formación de personas, convencidas de su religión y comprometidas civilmente, que conozcan las motivaciones de su fe y de su esperanza, lo mismo que las de la conciencia y de la fe de los demás; que estén comprometidas en el servicio de los pobres y de toda la comunidad.

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Conclusiones

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6. La pastoral familiar, en la emigración, no puede ser idéntica en todos los lugares y tiempos. Sus modalidades de expresión han de tener en cuenta la situación del migrante, del ambiente de donde él viene y en el que vive, de las perspectivas concretas que él tiene.

La creatividad y el celo de los misioneros y de los agentes de pastoral, bajo la guía de los Pastores, tienen aquí amplio espacio de acción, siempre dentro del marco de las normas que la Iglesia se ha dado con el nuevo Código de Derecho Canónico y con las distintas disposiciones de las Conferencias Episcopales y de cada obispo. Efectivamente, en medio de la diversidad de los métodos y de las propuestas, no se debe perder nunca la orientación fundamental común, que consiste en actuar el plan de Dios, que ha querido que el hombre y la mujer sean una sola carne (cfr. Mt 19, 6) en el vínculo del matrimonio y que representen en la familia el gran misterio de las relaciones entre Cristo y la Iglesia (cfr. Ef 5, 32).

Los jóvenes contrayentes, las parejas de casados, las familias han de ser educados en la solidaridad mutua dentro de la comunidad eclesial y respecto a toda la sociedad. El matrimonio y la familia, aunque parten de una decisión libre y personal, constituyen siempre un hecho social y se integran en la comunidad eclesial.

La liturgia también puede desarrollar al respecto una función importante, al permitir que se coloque en el centro de la propia acción de alabanza y de acción de gracias la realidad familiar, que se robustece y se impone a la admiración de todos, especialmente de los jóvenes.

En el campo de la animación cristiana peculiar de los laicos, no se debe olvidar la acción evangelizadora de la familia emigrada, cuyos miembros están llamados a evangelizar y a ser evangelizados (cfr. Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 52). Hay que recordarles que el porvenir religioso y moral del hogar reside en gran parte en sus manos: si las familias se dejan evangelizar, serán, a su vez, instrumento de evangelización de muchas otras, influyendo favorablemente en el ambiente de trabajo en que viven. Las familias de matrimonios mixtos no están eximidas del deber de anunciar a Cristo a sus hijos; por el contrario, están invitadas a ser artífices de unidad (cfr. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68, 1976, pp. 60 s.).

Deseo que este Mensaje encuentre en todos aquellos que están implicados en el fenómeno migratorio una atenta acogida con una correspondencia generosa a sus indicaciones dictadas por mi afectuosa y paterna solicitud pastoral. Imparto de corazón a todos mi especial bendición con un recuerdo particular para los más necesitados, los enfermos y los niños, en la dura situación de la emigración.

Vaticano, 15 de agosto de 1986, solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, año VIII de mi pontificado.

[OR (ed. esp.) 9-XI-1986, 21-22]